A la memoria de Carlos Loret de Mola Mediz,
a treinta años de su cobarde asesinato
por órdenes de la satrapía feroz.
Desafío Viernes 5 de febrero de 2016
*Dolor Permanente
*De los Culpables
*Toro en el Campo
Por Rafael Loret de Mola
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La justicia no sólo es la baza que sirve para asegurar la convivencia pacífica dentro de las marañas comunitarias de nuestros días, sino igualmente el analgésico para reducir el tremendo dolor por cuanto se pierde por la cobardía de cuantos delinquen y llegan al crimen para cumplimentar, como sicarios, las órdenes de los jefes de las mafias, incluyendo la del gobierno. La vulnerabilidad de los seres vivos es tan grande que de ello se aprovechan cuantos disponen de la violencia para cercenar caminos, doblegar espíritus o sencillamente matar por capricho o prepotencia para sentirse superiores cuando, al fin y al cabo, los destruirá la historia. Lo mismo entre tiranos que sicarios, cortados con la misma tijera.
La injusticia, que inicia con la ausencia de gobierno y la negligencia oficial, cala en cambio a los espíritus libres y los asfixia. Si se prolonga, mayor es no únicamente la frustración sino el rencor, sólo contenido en apariencia, que nos impulsa a reclamar, exigir, perspectivas mejores para quienes nos siguen. Nada más terrible que los caminos se cierran igual a nuestros hijos y nietos, a nuestra herencia genética por la resistencia inaudita de los perversos que atesoran poder no para servir sino para servirse por los demás en un ciclo, el actual, carente de liderazgos con credibilidad, esto es sostenidos con la congruencia y no las explicaciones ramplonas. Sin la sensación de la justicia se pierde hasta la sensibilidad por la libertad. Y esto ocurre, en especial para el gremio periodístico, desde la funesta década de los ochenta de la centuria pasada, cuando menos, y diez años atrás en cuanto a la descomposición social por obra y gracia de la represión.
Entre el 5 y 7 de febrero de 1986, el escritor, periodista y político, Carlos Loret de Mola Mediz, mi padre, fue cobardemente asesinado. Un crimen de Estado, sí, aunque algunos mercenarios de la letra impresa, con la sordidez que los caracterice, minimicen las afrentas que no han padecido ellos en carne propia para presentar los hechos consumados como “patrañas” o febriles pensamientos de novelistas extraviados como, en más de una ocasión, he señalado como responsables del suceso y no se han atrevido a contestarme ni, mucho menos, a presentar en tribunales pruebas suficientes para contrarrestar mis denuncias periodísticas, perdida la fe en los órganos señalados, precisamente, para mantener el justo equilibrio entre la justicia, superior, la ley y los intereses corporativos, también a los traidores que siguen disfrutando del erario a pesar de múltiples señalamientos en su contra. No entendemos como alguien acusado por pederasta, por las voces de once pequeños abusados en Cancún, siga siendo jefe de la bancada priísta en el Senado o un represor de cepa, tránsfuga, pretenda convencernos de que, ahora sí, es de izquierda y sirve a la causa de la renovación supuestamente abanderada por Andrés Manuel; me refiero claro al también senador, “electo” por el PT y ahora morenista, manuel bartlett díaz el “Hoover mexicano”, indefinido y cobarde, refugiado bajo los pantalones del icono de los liberales a quienes tanto persiguió… y criminalizó.
Alguna vez, un sujeto extranjero –como a tantos de fuera a quienes les abrimos las puertas ejerciendo la xenofobia al revés; sólo en México suele darse este fenómeno-, me espetó diciendo que escribía por rencor. Y le respondí:
–Cuando no existe justicia, el rencor se justifica y se desarrolla. No es posible olvidar con la misma facilidad con que lo hacen los ofertantes en las campañas proselitistas con la memoria trastornada desde el momento mismo en el cual cesan los escrutinios.
Y es cierto que, sin llegar al extremo de la venganza ciega, el hondo dolor por la impotencia acelera las pulsaciones y nos obliga a recorrer sendas más peligrosas siquiera para exhibir a la satrapía gobernante y tratar con ello de frenar sus tendencias represivas, su honda descomposición mental por la que se permiten hasta tomarse las vidas ajenas o manipular con ellas. Desde Tlatelolco hasta Iguala, pasando por Aguas Blancas, Chenalhó y Tlatlaya. ¿Acaso nunca metieron las manos los infelices con uniformes a quienes el mundo se les cierra a las órdenes de sus superiores ahítos? Cuanta vergüenza histórica cargan sobre sus hombros; cuánta sangre derramada impunemente.
Hoy, a treinta años de distancia, sigo llorando la muerte de quien me lo dio todo, incluyendo la magnífica estafeta de su profesión, limpia y sólida. Y lo hago no porque no haya sido capaz de superar el duro trance, como lo han hecho muchos otros valerosos mexicanos quienes no cesan en su clamor, sino por atestiguar la pobreza institucional cuando se trata de un reclamo ciudadano sobre un hecho incontrovertible e igualmente inextinguible. No importa que los “desaparecidos” se conviertan en muertos por “decreto”, lo mismo en cuanto a los prófugos de los magnicidios –digamos el tamaulipeco Manuel Muñoz Rocha, protegido por las autoridades estadounidenses y enclave fundamental para la consumación del asesinato de Francisco Ruiz Massieu en septiembre de 1994-, que a las víctimas de la prepotencia obscena, hija de la impudicia política, con la cual se cierran todos las puertas, con los candados oficiosos de la impunidad, mientras se alega la seguridad del Estado como pretexto ruin.
Sin olvidar los crímenes recientes, desdeñados por el ex procurador general, jesús murillo karam –se ganó las minúsculas a ley-, hoy quiero referirme a Don Carlos quien buscó, desde dentro, evitar una catástrofe tratando de detener la oleada de complicidades vergonzosas entre los hombres del poder por esos días –el nefasto miguel de la madrid, cuya presencia en el inframundo maya, Xibalbá, es segura, y manuel bartlett, el cínico asesino y cobarde por esencia, entre otros-, y los mafiosos de los cárteles y las bandas multinacionales del delito –muchas de éstas financiadas igualmente por las nauseabundas agencias norteamericanas “de inteligencia”, más bien de espionaje-, capaces de mover fichas sin medir sus efectos pasando por la dignidad –ya ni hablo de la soberanía- de los mexicanos.
¿Requerimos sentir en carne propio las agresiones para rebelarnos? Les digo a quienes no han pasado por estos tragos amarguísimos que si no suman sus voces pronto se postrarán ante cuanto ya no tenga remedio, la muerte de algunos de los suyos, sojuzgados por el peor de los atentados contra los seres humanos: precisamente, la injusticia con la que se nos va de las manos la señora libertad.
Es esta injusticia la que en esta fecha, cada año, cala mi espíritu profundamente. Desde 1986 dialogué con presidentes de la República, secretarios de Gobernación –de distintas filiaciones y caracteres-, procuradores generales, funcionarios de distintas escalas como los directores de la CISEN, algunos jefes de los cuerpos de seguridad –incluyendo, claro, miembros del ejército de la más alta jerarquía, esto es secretarios de la Defensa Nacional-, y hasta personajes del alto clero que llegaron a saber, a través del secreto de confesión lo que me obligaba a interpretar el sentido verdadero de sus palabras-, cuanto pasó en aquella ruta de la perversidad entre Ciudad Altamirano y Zihuatanejo con una última, definitiva escala, en Vallecitos de Zaragoza donde Don Carlos fue enterrado como desconocido en una fosa semiclandestina, muy parecida a las que hoy rodean Ayotzinapa por sus serranías. ¿No se explica con ello el llanto por la impotencia tras tantas décadas de lucha por la verdad?
Me lamento por mí y no puedo perdonarme. ¡Tantos engaños e infundios a cambio de sembrar esperanzas que no eran sino manipulaciones! ¿Por qué creí posible que algún organismo y sus titulares, digamos la inútil Comisión Nacional de Derechos Humanos y sus distintos titulares, se esforzarían por descubrir el entorno de aquel homicidio, hace casi seis lustros, desenmascarado a los poderosos de entonces de los cuales varios conservan la existencia que le negaron al autor de “Confesiones de un Gobernador? ¿Te atreves a sostener lo contrario emilito gamboa, lacayo que fue de miguel de la madrid –y algo más-, cuando yo sé cuánto sabes del execrable montaje… como insinuaste en la capilla ardiente del yucateco más ilustre del último medio siglo?
No presumo por ello, por derecho de sangre, sino simplemente trato de desenterrar las infamias que pretendieron estigmatizar a Don Carlos –la estúpida leyenda negra sobre el crimen contra el líder sindical Efraín Calderón Lara, al amparo de una perversa “conexión campechana” infiltrada en Yucatán como se reseñó en “El Alma También Enferma”-, para intentar cerrar el círculo. Casi lo logran pero no pudieron quitarnos la voz ni la pluma, ni la correspondencia emotiva de miles, acaso millones, de lectores. Y el estigma sigue presente sobre quienes tienen manchadas las manos con la sangre de Carlos Loret de Mola Mediz.
Debate
Quiero mencionar a los principales culpables del crimen contra Carlos Loret de Mola hace treinta años. Y no es difícil hablar de los personajes y autores intelectuales y de sus sicarios:
1.- miguel de la madrid: sin duda, el más cobarde de los ex mandatarios del país, ya extinto bajo los humos etílicos y las incapacidades mentales. Durante su periodo cayeron 84 periodistas y pudieron ser más si sumamos a los “desaparecidos” quienes nunca fueron declarados, como se hace hoy, “oficialmente muertos”.
2.- Su esbirro, manuel bartlett díaz, el patético anciano que se refugia en Andrés Manuel para seguir gozando de la impunidad a lo largo de su trayecto siniestro; fue él, sin duda, quien preparó el escenario como igual lo hizo –y tengo pruebas suficientes- con el crimen contra Manuel Buendía Tellezgirón en mayo de 1984.
3.- El repugnante e inculto cacique yucateco, víctor cervera pacheco, morfológicamente azotado por la envidia y la ambición, quien se prestó al juego de bartlett y nunca fue capaz de darle la cara a Don Carlos cuando éste le pidió enfrentarlo sin intermediarios. El tipo aquel, quien ya no está en esta tierra –otro reo del inframundo-, corrió a esconderse.
4.- El general juan arévalo gardoqui quien se prestó para dramatizar el escenario de la barbarie en el retén de “El Güirindalito”, cerca del “Filo Mayor”, donde fue hallado el cuerpo sin vida del periodista, desarmado previamente y enterrado vilmente.
Y, entre ellos, los sicarios: René Peláez, Antonio Nogueda Carvajal y otros más. De ellos hablaremos otro día.
La Anécdota
Si en 1986 se hubiera dado la corrida de aniversario en la Plaza México, Don Carlos no hubiera viajado camino a la muerte; este día cuando menos. No fue así y lo perdimos para siempre. Pese a ello conservamos sus derechos de apartado, adquiridos hace más de medio siglo, y no dejamos de honrarlo, portando su sombrero texano, desde sus quintas de tendido en Sombra.
Hace unos días, en mi querida Tlaxcala, clamé en pro de la fiesta brava contrarrestando los pobres argumentos de la parvada de antitaurinos a quienes espero no encontrarme a las afueras de la Plaza México:
–Si estos “antis” visitaran el campo bravo de Tlaxcala entenderían que no hay quien ame más al toro de lidia que los toreros, los ganaderos y los aficionados. Sólo así caerían por tierra sus infundios y sus injurias.
Hagamos efectivo este aserto impidiendo, con todo el vigor posible, que los radicales se impongan.
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E-Mail: loretdemola.rafael@yahoo.com
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